Jean-Claude Carrière (n. 1931, m. 2021) fue escritor, autor teatral y guionista francés de fama mundial, quien hizo una adaptación teatral del Mahabharata, la
gran epopeya india. Aquí relata a los lectores de El Correo esta experiencia
excepcional que duró más de diez años.
(Tomado de la revista “El Correo de la UNESCO", septiembre de 1989)
¿Cómo se logra que
alguien que no sea indio vibre con el Mahabharata?
Desde hace dos o tres siglos los occidentales han sabido
hacer vibrar a cantidades de japoneses y africanos con Mozart, Shakespeare y
Picasso. No hay ninguna razón para que lo contrario no sea cierto y para que no
impresionen a los occidentales los Mozart y los Picasso de las demás culturas.
Ello no quiere decir que no haya entre las culturas barreras tanto más
resistentes cuanto que son invisibles.
Tomemos el ejemplo de Europa. Seguimos todavía encerrados en
verdaderas fortalezas culturales. Durante mucho tiempo hemos rechazado las
demás culturas, manteniéndolas fuera de nuestros muros hasta que algunos
artistas de vanguardia de principios del siglo XX empezaron a derribar esos
muros.
Con anterioridad, a partir del siglo XVIII, habían surgido
algunos pioneros aislados que se lanzaron al encuentro de otros mundos. Pero
piense que el Bhagavad Gita, el texto
más célebre de todo el Oriente, solo se tradujo en Inglaterra y en Francia a
fines del siglo XVIII, apenas unos pocos años antes de la Revolución…
Las resistencias interiores, sobre todo religiosas, eran
formidables. En el siglo XVI, cuando Fray Luis de León tradujo en España el
Cantar de los Cantares, que sin embargo es un texto bíblico, fue condenado a
cinco años de prisión. Hacer que penetraran en Europa textos ajenos a la
cultura cristiana era un acto de heroísmo. Se necesitaban personas de una
estatura excepcional.
En cuanto al Mahabharata,
el texto no se conoció en Europa hasta fines del siglo XIX. Es preciso señalar
que traducir el Mahabharata es una
empresa muy ardua, pues por su longitud equivale a quince Biblias. El infeliz
mortal que emprendió la traducción al francés dedicó a esa tarea nada menos que
veinticinco años, sobre la base de suscripciones. Al principio tenía doscientos
pedidos que fueron disminuyendo a medida que los interesados morían. Siguió
trabajando solo y por nada. Falleció entre tanto y otra persona lo relevó, pero
también murió mientras cumplía su cometido. El poema nunca se tradujo
enteramente al francés. La única traducción completa (a una lengua distinta de
las lenguas indias), al inglés, hecha por indios, fue concluida en 1900
aproximadamente. En los años treinta algunos norteamericanos iniciaron en
Chicago una nueva traducción, pero tuvieron que interrumpirla.
Aunque parezca absurdo, hasta 1985 el gran público europeo
ignoraba todavía el Mahabharata.
1985 es la fecha de la
representación teatral del poema adaptado por usted y puesto en escena por
Peter Brook.
Sí. La pieza, el Mahabharata,
fue creada ese año en el festival de Avignon. Su representación duraba nueve
horas, y podía presentarse en tres veladas consecutivas, pero también a veces
durante un día entero o toda la noche. Es lo que preferían los actores que eran
veinticinco en total y de dieciséis nacionalidades diferentes.
El espectáculo se presentó durante tres años, en francés y
en inglés, por todas partes del mundo, y en salas repletas y muy entusiastas.
Pronto nos dimos cuenta de que más allá del atractivo de la historia, de la
belleza de la puesta en escena de Peter Brook y del talento de los intérpretes,
había algo más profundo, en ese relato venido de tan lejos, que emocionaba de
inmediato, de manera directa y duradera, a un público occidental no preparado.
¿Es acaso la impresión precisa de que una amenaza se cierne
sobre el mundo? ¿Es la búsqueda obstinada del sentido genuino de la rectitud?
¿Es el juego sutil y a veces feroz que se establece con el destino? ¿Tal vez es
esa visión, jocosa o patética, de personajes que olvidan su origen divino para
afrontar lo que los griegos, en la misma época, llaman problemata, esos interrogantes y conflictos de todos los días que
poco a poco borran el mito y hacen nacer la tragedia?
Maha, en
sánscrito, significa "grande", "total". Bharata es el nombre de un sabio
legendario y luego el de una familia o de un clan. El título puede entenderse
como La Gran Historia de los Bharata.
Pero hay que añadir que Bharata, por
extensión, significa hindú y, en un sentido más general, hombre. Se trataría
pues de "la Gran Historia de la Humanidad". Ni más, ni menos.
En realidad, este "gran poema del mundo" relata
principalmente la larga y encarnizada querella que oponía a dos grupos de
primos, los Pandava, que son cinco hermanos, y los Kaurava, que son cien. Esta
disputa de familia, que estalla y se desarrolla a propósito del imperio del
mundo, concluye con un inmenso combate en el que está en juego el destino de
todo el universo.
¿Cómo se atrevieron a
emprender una empresa semejante? ¿Leyeron antes el texto, en inglés o en
sánscrito?
Hubo una combinación de azar y de voluntad. En primer lugar,
el azar, el encuentro con un sanscritista, Philippe Lavastine, que tiene hoy
cerca de 80 años. Una noche nos invitó a su casa, a Peter Brook y a mí, y se
puso a hablarnos del Mahabharata en el tono vivaz y alegre que le es característico.
Lo que sabíamos de la obra se reducía prácticamente a nada:
una lectura del Bhagavad Gita, tanto
más superficial cuanto que había sido hecha al margen del conjunto del Mahabharata, al que pertenece
profundamente. Cuando nos encontramos ante Lavastine, Peter Brook le preguntó:
"¿Quién es este Arjuna, que se cita en el Bhagavad Gita? ¿Por qué se derrumba
antes de que Krishna le hable?" Lavastine respondió: "Tengo que
hablarles de Arjuna". Y hablarnos de Arjuna es algo que duró varios meses.
Una o dos veces por semana, pasábamos en su casa una magnífica
velada durante la cual nos relataba el poema. Más adelante volví solo y empecé
a tomar notas. Como los aedos de la antigüedad, Lavastine tiene condiciones
excepcionales de narrador. Habla, gesticula, ríe. Prácticamente se transforma
en el poeta.
Al cabo de cuatro a cinco meses empecé a tener una visión de
conjunto de la obra, a captar su extraordinaria complejidad, su multiplicidad
de niveles, que no pueden compararse sino a la obra de Shakespeare. Va de la
especulación mística más elevada a la farsa irresistible. Todos los niveles de
la emoción y del pensamiento humanos están representados y se armonizan en un
conjunto magnífico.
El esfuerzo necesario para penetrar en el Mahabharata está en consonancia con su
complejidad. Si se inicia la lectura sin preparación, se corre el riesgo de
abandonarla al cabo de veinte páginas. La suerte que tuvimos fue que no lo
abordamos a través de la lectura sino que contamos con el narrador.
A continuación, hubo
que poner realmente manos a la obra.
Al cabo de un año escribí una primera pieza sobre el Mahabharata, incluso antes de haber
iniciado la lectura. Yo ya sabía que esta pieza no se representaría, pero me
permitió, en cierto modo, almacenar la primera cosecha. Quería ver si era
posible una adaptación teatral, manteniendo el principio del poema épico, el
del narrador que realiza la narración. Era solamente un relato, sin carácter
teatral, pero que me daba una escala temporal. Yo sabía que la representación
teatral del conjunto del Mahabharata tomaría
entre cinco y diez horas. Peter Brook y yo sabíamos también que queríamos
"hacer" el Mahabharata. Nos
comprometimos a ello.
El periodo de preparación fue de once años, de 1974 a 1985.
Pese a que seguíamos trabajando en otras cosas, en el teatro y en el cine, el Mahabharata se convirtió en un compañero
de ruta de ambos, estuviésemos juntos o separados.
Iniciamos "la gran lectura" en 1980. Yo disponía
de una fotocopia de la traducción francesa y Peter Brook de la versión india en
inglés. Y nos pusimos a leer, por separado. Cada vez que teníamos la
oportunidad de vernos, intercambiábamos nuestras reflexiones y nuestras
alegrías.
Se necesita un año para leer todo el Mahabharata. Como a la vez teníamos otras actividades, la lectura
nos tomó más tiempo. El poema vivía en nosotros, teníamos ante nosotros esa
especie de ballena blanca, ese Moby Dick, esa luz ... Y descubríamos en el
camino cosas extraordinarias que incluso Lavastine no nos había dicho.
Después de lo cual, en 1982, nos dijimos: "Hagamos
ahora una gran lectura conjunta". Dedicamos seis o siete meses a leer
juntos todos los días, frente a frente, acompañados por nuestra colaboradora
Marie-Hélène Estienne. Tras confrontar las versiones francesa e inglesa,
eliminamos todos los pasajes de los que era posible prescindir (casi un tercio
del texto) y releímos todo el resto comparando las traducciones. Cada vez que surgía
un problema recurríamos a un sanscritista para ir directamente al texto
original.
En 1982 habíamos concluido nuestra lectura común y teníamos
una idea aproximada de lo que queríamos representar, no de la forma teatral
pero sí del contenido general. También sabíamos, por ejemplo, que de los tres
torneos del Mahabharata no
conservaríamos más que uno y que buscaríamos la forma de que todo ocurriera en
uno solo. Asimismo, en dos oportunidades el poema evoca un exilio en el bosque,
pero sabíamos que solamente habría uno en la pieza. Es así como empezaron a
aparecer los primeros elementos de la forma teatral.
Nos sentíamos ya en condiciones de ir a la India. Estábamos
familiarizados con los personajes. En cuanto a conocimientos, podíamos discutir
en pie de igualdad o casi con los indios. A partir de 1982 estuvimos varias
veces en la India, lo que resultó apasionante, para explorar todas las formas
en que se representa allí el Mahabharata
–en las diversas escuelas de danza y en ciertas tribus, según las formas del
Teyyam, del Khatakali, del Yakshaghana. Trabajamos con diversas compañías
durante mucho tiempo. Lo que nos interesaba conocer era la presencia del poema
en la India de hoy y también la justa medida de energía de cada secuencia.
¿Cómo lo lograron?
Lo que la India nos enseñó es que, ante todo, hay una
vitalidad y una energía que es necesario incorporar al espectáculo. Y ello para
que no sea, en ningún momento, solemne ni didáctico y para que se mantenga como
una situación viva pero al mismo tiempo vivida. He ahí la gran lección de la
India: una familiaridad respetuosa.
Por otra parte, quisimos integrar en nuestra visión todas
las imágenes de la India, desde los palacios de los maharajás hasta las
chabolas. Uno de esos viajes lo hice con Peter Brook y Chloe Obolensky con la
única finalidad de ir de un mercader de telas a otro. Por extraño que pueda
parecer, la trama y la materia misma de una tela pueden ayudar a lograr una escritura
más apropiada y más concisa.
En el transcurso de
esos viajes, ¿se limitó usted a ser un espectador, a anotar sus impresiones?
No, empecé también a escribir. Pero antes confeccioné listas
de palabras que decidí no utilizar. Las palabras nunca son inocentes. Poseen un
poder que les es propio y es necesario tener clara conciencia de ello cuando se
adapta un texto que pertenece a otra cultura.
Hay que desconfiar de las palabras que por estar demasiado
marcadas culturalmente y ser demasiado exclusivas violan y traicionan el texto,
eliminando ciertas ideas e imágenes e imponiendo otras. No podía, por ejemplo,
emplear palabras como "caballero", "lanza",
"pecado". O, de manera más insidiosa, "siluetas",
"desmontar" . . .
Tomemos el caso de la palabra inconsciente. Si la hubiera
empleado, hubiera cometido una traición tal vez imperceptible, pero absoluta e
irremediable. Tanto en el hinduismo como en el budismo hay una noción de
inconsciente percibida y descrita de manera muy acabada, que no guarda relación
alguna con la noción freudiana cargada de connotaciones sexuales que conocemos
hoy en Occidente. En la India se sabe que el ser humano piensa sin saber que lo
hace o que la conciencia supera, en todos los sentidos, su propio pensamiento.
Una expresión en sánscrito, que podría traducirse por
"los movimientos secretos del Atman",
vierte perfectamente esta idea. Es imposible evidentemente introducir una
expresión semejante en un espectáculo, pero tampoco cabe traducirla por
"inconsciente". Busqué mucho un equivalente apropiado. No lo descubrí
solo sino que lo encontré en la obra del gran escritor africano Hampâté Bà.
Leyendo su novela L'étrange destin de Wangrin (El extraño
destino de Wangrin) encontré reunidas dos palabras muy simples: "corazón
profundo". Fue un hallazgo mágico. Lo incluí tres o cuatro veces en la
obra. Cuando, por ejemplo, Krishna pregunta a Bhishma: "¿No sientes acaso
en tu corazón profundo . . . ?", la expresión se adapta maravillosamente
bien a la idea. Imagine usted cuál hubiera sido el efecto si Krishna hubiera
dicho: "¿No sientes acaso en tu inconsciente. . .?".
Más tarde, leyendo La potièrejalouse (La alfarera celosa) de
Lévi-Strauss, encontré la misma imagen, el "corazón profundo", en una
traducción de un texto amerindio. ¿Fue un hallazgo suyo o, como yo, lo encontró
en Hampâté Bâ? Este encuentro, este bello viaje lingüístico, me conmovió.
Así pues, usted
eliminó de entrada ciertas palabras de su vocabulario. Pero ¿tuvo que dar
prioridad a otras?
Sí, a palabras simples y accesibles, capaces de atravesar
sin tropiezos diferentes culturas, a palabras radiantes, como
"sangre" que designa al mismo tiempo el líquido rojo que nos compone,
los lazos de parentesco, el coraje, la calidad (de un caballo se dice que es de
"pura sangre"). La palabra "corazón" que significa el
órgano, pero también la generosidad y a veces el pensamiento. Las palabras
"vida" y "muerte". Todas esas palabras se deslizan sin
agresividad ni menoscabo en un texto que pasa de una cultura a otra.
Aunque conservé los nombres originales de los personajes,
decidí suprimir la mayoría de las palabras en sánscrito y buscar sus
equivalentes. Pero hice algunas excepciones. Así conservé, por ejemplo, la
palabra Dharma porque ocupa un lugar
central en la epopeya al punto que es para "inscribir el Dharma en el corazón de los
hombres" que Vyasa compuso su poema. Esta noción es una auténtica
invención de la India antigua. El Dharma es
la ley que rige el orden del universo, pero es también el orden secreto y
personal que cada hombre lleva en sí y al que debe obedecer. El Dharma de cada individuo, si es
respetado, garantiza el orden cósmico. Si el Dharma es protegido, protege, pero cuando se lo destruye, destruye.
Esta particular reciprocidad entre lo uno y lo múltiple,
entre lo particular y lo general, es la médula del pensamiento indio, tal como
se manifiesta en el poema. Y esta reciprocidad suscita, hoy como ayer,
múltiples resonancias.
¿Al elegir esas
palabras no estaba usted ya delimitando el espacio en el que la resonancia de
ambas culturas pudiese ser recíproca?
Exactamente. Estaba delimitando un territorio.
¿Diría usted que sus
viajes a la India le ayudaron a encontrar la verdad de la obra porque fue allí
donde la obra se gestó?
Diría más bien que me ayudaron a encontrar "las"
verdades de la obra, o al menos algunas de ellas. No hay "una" verdad
del Mahabharata. Un santo hinduista del sur y un profesor marxista de Calcutta
nos darán al respecto respuestas diferentes. Todas son interesantes. No
pretendemos haber expresado "la" verdad de la obra, sino simplemente
una versión entre otras, la nuestra, en Occidente, en los años ochenta.
Tampoco creo que haya que detenerse en las explicaciones de
la obra por interesantes que parezcan. El propio Dumézil afirmaba que “lo
esencial es que sea bello”. Para nosotros, el inmenso poema que fluye con una
refinada majestuosidad como un río de inagotables riquezas escapa a todo tipo
de análisis, ya sea estructural, temático, histórico o psicológico. Sin cesar
se abren puertas que conducen a otras puertas. Es imposible contener el Mahabharata en la palma de la mano.
Múltiples ramificaciones, a veces contradictorias en apariencia, se suceden y se entremezclan sin que se
pierda la acción principal. Una acción que es una amenaza, pues vivimos el
tiempo de la destrucción. Todo lo indica con claridad. ¿Es posible evitarlo?
Desearíamos comprender
en qué consistió su labor de adaptación. ¿Cuál fue, a partir de ese momento, el
hilo conductor de su trabajo?
Nuestra primera preocupación fue no sacrificar ninguno de
los niveles de la obra. El Mahabharata afirma
que Krishna es un avatar de Vishnu. Algunos personajes lo creen y otros no.
Siempre ha habido, y sigue habiendo, divergencias al respecto. Para un
marxista, Krishna es un fantasma, para un ‘rishi’ es un dios. Nosotros no le
damos la razón ni a uno ni a otro. No debemos eliminar nada en función de ideas
preconcebidas. Hay que respetar la incertidumbre misma de la ‘obra original’.
Eso es todo. Es necesario que algunos espectadores puedan reconocer en Krishna
a la divinidad y que otros puedan dudar.
En el Mahabharata
Krishna a menudo no sabe qué va a suceder. ¿Cómo es posible que siendo una
divinidad no lo sepa todo? Hablé de esto con Shankaracharya, uno de los grandes
sabios vivientes de la India del sur. Le planteé, de diferentes maneras, esa
misma pregunta, que eludió siempre con una sonrisa. Le pregunté cómo era
posible que durante un combate Krishna no estuviese al tanto de lo que pasaba
en todo el campo de batalla y que los acontecimientos le causaran sorpresa e
incluso a veces angustia. ¿Puede un dios o un hombre-dios ser víctima de flaquezas
humanas? Shankaracharya me respondió sonriendo algo así como: “La flaqueza
humana consiste en pensar así”.
¿Comenzó a escribir
tomando el poema desde el principio?
No, empecé por hacer una suerte de patchwork, escribiendo ciertas escenas. En el Mahabharata algunas escenas son ineludibles, como por ejemplo
aquella en la que Kunti confiesa a Karna que es su madre. Era evidente que
tarde o temprano tenía que escribir esas escenas. En cambio hay otras que son
relatos en el poema original y que había que transformar en escenas, creando
situaciones dramáticas, eligiendo ciertos personajes y enfrentándolos para ver
si pasaba algo. Más de una tercera parte de las escenas del espectáculo no lo
son en el poema.
Comencé como un bailarín por las figuras impuestas, buscando
siempre el lenguaje justo. Fue una larga tarea. Las primeras escenas las
escribí ya en París, ya en la India. Apenas escritas se las leía a Peter Brook,
a mis colaboradores más cercanos y a nuestros músicos cuando estaban presentes.
Recuerdo haber leído escenas en los aeropuertos, entre dos aviones, o una tarde
en Madrás, en un taxi donde quedé atrapado en un embotellamiento interminable.
Nuestro Mahabharata nació así, poco a
poco, en la mesa de cualquier café, sobre la esquina de un mantel del papel no
muy limpio… Cuando leía las escenas me daba cuenta de qué era lo que se podía
conservar y qué había que rehacer, en una palabra, si el texto marchaba o no.
Llegado a cierto punto de mi trabajo, contaba con un primer
bosquejo de las escenas ‘impuestas’. Entonces pasé a escribir las otras,
aquellas que había que imaginar, lo que presentó para mí una mayor dificultad.
Peter Brook me pidió que participara en las audiciones de los actores y que
interpretara una escena de tres o cuatro páginas con ellos, como si fuera un
actor más. Ello le permitía a él y su asistente formarse una idea a la vez del
actor y de la escena. Tuve que zambullirme de cabeza. Es en esos momentos
cuando se siente mejor si el resultado obtenido es bueno o malo. Escribí
ciertas escenas de un tirón, en diez minutos, sin introducir luego modificación
alguna. En cambio tuve que reescribir otras escenas veinticinco veces sin
encontrar nunca la solución perfecta.
Por último, atravesé un período verdaderamente angustioso.
La fecha del estreno ya estaba fijada y las pruebas de los actores habían
comenzado sin que yo hubiera hallado todavía la estructura general de la obra.
Había, sí, una historia relatada a través de una serie de escenas, pero ¿cómo
reunirlas de manera coherente? Aún no había encontrado la solución.
Faltaban apenas cuatro meses para comenzar los ensayos. Me
concedí entonces un período de descanso en el sur de Francia, en la casa de
campo de unos amigos. Y allí, por primera vez en mi vida, me sucedió algo
indecible, una de esas cosas que se leen en los libros sin que uno las crea
realmente: la inspiración.
Eran las tres de la mañana. No conseguía conciliar el sueño,
pese a que generalmente duermo bien. Algo me andaba rondando. De pronto, sin
que yo pueda decir cómo, ‘vi’ los primeros veinticinco minutos de la obra a
partir de los cuales el resto se encadenaba perfectamente.
Se trata del diálogo entre el niño y el viejo narrador:
“-¿Sabes escribir? –No, ¿por qué?...” La llegada de Ganesha, el comienzo de la
historia, todo se desarrollaba ante mí como si yo fuera un simple espectador.
Era algo extraordinario. Me apresuré a tomar nota de todo. Había hallado el
principio escénico que descansaba sobre un triángulo –un narrador, un dios y un
niño- y una incertidumbre: ¿Ganesha o Krishna, cuál de los dos había inventado
al otro? El narrador y aquel a quien se cuenta la historia verían evolucionar
los personajes, podrían tocarlos y hablarles. Poseía la clave, la piedra
angular de mi obra. Entonces, ya sereno, me dormí. Al día siguiente llamé a
Peter Brook para contarle mi experiencia. Me respondió simplemente: “No busques
más. Es eso”.
¿Se trataba
verdaderamente del fin?
Sí y no. La estructura de conjunto y el principio escénico
estaban definidos. Pero quedaba mucho por hacer. Asistí a todos los ensayos,
corrigiendo infinidad de detalles en función de los problemas que se planteaban
a los actores. Después, en cada etapa, cuando comenzaron las representaciones,
cuando realizamos la versión inglesa, cuando preparamos el serial para la televisión,
cuando nos consagramos a la película que ahora estamos terminando, siempre hubo
que revisar algo. Por ejemplo, escribiendo el guion de la película encontré la
solución de un problema que no había logrado resolver en la obra de teatro. Y
hoy, si tuviera que volver a hacerlo, la escribiría de otra manera.
¿Esta formidable
experiencia hizo brotar en usted una idea o una impresión global acerca del
Mahabharata o del género épico en general?
Dumézil pensaba que el Mahabharata
era la adaptación épica de un quinto Veda que ha desaparecido. No poseo ni su
autoridad ni su erudición, pero esa es también mi opinión. Leyendo el Mahabharata y los vedas capto a la vez
la relación y la diferencia. No resulta fácil de analizar, pero hay que tratar
de sentirlo incluso cuando no se entiende del todo.
Los Vedas carecen de autor. Son textos revelados que dicen
simplemente la verdad. Todas las culturas poseen textos comparables, escritos u
orales, que expresan sencillamente la verdad, que cuentan a un pueblo de dónde
viene, cuál es su lugar en la tierra y cómo debe vivir para ocupar dignamente
ese lugar. Cuando un autor interviene, por el hecho de inventar, de ser un
creador, se aparta de la verdad, introduce una falsedad o un error, y en cierta
medida se exilia de la comunidad que se reconocía en esa verdad mítica.
El poema épico se aleja con prudencia de la verdad mítica
revelada e incluso de una forma legendaria de historia. Es un verdadero trabajo
de autor, y de un autor que realiza una obra creadora esforzándose al mismo
tiempo por permanecer en contacto con el mito. El Mahabharata es la obra de un autor. No cabe la menor duda, aunque
no sepamos quién es, porque del principio al fin alguien ha llevado las riendas
del relato. Al final del poema encontramos detalles, cabos reunidos desde el
comienzo. Y del principio al fin es la misma escritura. Por supuesto, en esta
inmensa epopeya transcrita desde el siglo IV a.C. hasta el siglo III d.C. hay
innumerables correcciones y agregados. Pero en lo esencial, y ellos se percibe
claramente, se trata de una sola obra de un solo autor. Dumézil también lo
creía así.
Creo que esta observación es importante porque al introducir
la noción de autor al tiempo que se pasa del verso a la prosa aparece la
realidad humana. Es a partir de ese punto preciso cuando nos alejamos de la
verdad revelada para entrar en la epopeya. De alguna manera la epopeya ayuda a
las sociedades a organizarse, para bien o para mal. Constituye el gran relato
común que se inspira en los dioses y se dirige a los hombres. Es una etapa sin
duda indispensable, fundadora. Al comienzo todos los personajes del Mahabharata tienen un alter ego celeste. Poco a poco, olvidan
que son hijos de los dioses y empiezan a afrontar problemas mezquinos y
brutales, a transformarse en simples seres humanos. En cierto sentido esa es la
función de la epopeya: cortar los vínculos que unían a los héroes con el mundo
celeste, instalarlos en la tierra, enfrentarlos con sus problemas como
individuos y, muy pronto, como ciudadanos. Es necesario instaurar la ley, e
incluso las leyes, con la ayuda y el prestigio de la poesía. Hay que buscar en
el caos humano un orden duradero y aparentemente justificado.
Para mí esto es evidente en el Mahabharata, como lo es en la
Ilíada y en la Odisea. Y esa fue la idea directriz al escribir la obra y al
realizar la puesta en escena. Al comienzo de la obra, la puesta en escena de
Brook es ligera, etérea, irreal, imbuida de gracia divina. Poco a poco,
descendemos para penetrar en la pesantez de la vida terrestre y terminamos
hundidos en el barro. El personaje de la tierra, que tiene un papel tan
importante, aparece de manera progresiva. Una sociedad se organiza y se
desgarra al alejarse poco apoco de su juventud celeste.
¿Qué consecuencias ha
tenido para usted esta experiencia?
En la Conférence des
oiseaux (Conferencia de los pájaros) del poeta persa Fariduddin Attar, hay
tres mariposas que se preguntan qué es una candela. La primera va a ver y
vuelve diciendo: “Es luz”. La segunda se acerca un poco más, se quema un ala y vuelve
diciendo: “Quema”. La tercera se acerca más aún, se abrasa en el fuego y no
regresa. Sabe lo que quería saber, pero lo que solo ella sabe ahora ya no puede
comunicarlo a los demás. Esta parábola es insuperable. Siempre hay un tercer y
último círculo que atravesar pero si lo atravesamos resulta imposible luego
hablar de él. Se sabe, pero no es posible comunicarlo a nadie.
¿Es el teatro solo el
segundo círculo?
Hace poco leí un bellísimo poema persa que decía: “Anoche
una voz me susurró al oído: una voz que de noche susurra al oído, eso no
existe…”
(Tomado de la revista “El Correo de la UNESCO", septiembre de
1989)